sábado, 11 de junio de 2011

La Plaza del Comercio o adonde nació nuestro amor por Lisboa

Está nublada Lisboa y estamos caminando, vos abrigo amarillo, yo abrigo blanco profundo. De la mano no vamos, no nos amamos (ni por casualidad ni con rabia). No te dejo engañarme y vos no te dejás besar. Sabés todas las historias y yo se tu estatura en pies, centímetros y en pulgadas. Te cuento tontas tonterías y vos reís tontamente, siguiendo la pista de las palabras. Los adoquines son de algodón o de azúcar y nos marean las olas del río. No hay nada más allá de estas paredes y estamos encerrados en la Plaza de Comercio. Damos vueltas y ahí es donde cambia el día: a veces hay sol y nos bronceamos, a veces está nublado y nos cubrimos abrazados de la lluvia. A veces, de noche, dormimos; el río se mueve pero no nos deja salir hacia ningún lado. Ni vos ni yo sabemos nadar. Ni vos ni yo sabemos botar paredes. En la estatua nos montamos y tomamos fotografías estúpidas. Fingimos ser reinas y reyes y nos desnudamos para pasar el calor. ¡Reyes y Reinas desnudas, sí como no! Tomamos fotografías y las vemos y las colgamos en lazos improvisados de una punta de la plaza hasta la otra. Decoramos el lugar cual feria y bailamos algunas canciones de fado, aunque yo ya te dije: a mí no me gusta el fado. No te gusta nada, me decís. A mí me gusta Lisboa y me gusta Lisboa con vos. Aunque para nosotros Lisboa solo sea esta plaza, solo sea esta estatua, este río que ni nos traga ni nos salva.

Contentos estamos encerrados por años y nos quedamos dormidos. Despertamos y la Plaza de Comercio sigue ahí, con nosotros, para nosotros.

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