sábado, 25 de junio de 2011

Se está secando la ropa

Mi mamá le tocó el hombro a su hermana y le dijo: se está secando la ropa. Yo las veía desde la grama y juntas parecían una novela en vida, las dos con el montón de historias metidas en la cabeza y el pecho y las sábanas y los calzones colgando de los lazos de color azul, naranja, verde o amarillo. En el jardín había un palo de aguacates que no daba aguacates nunca y un palo de mangos que daba demasiados. Mi mamá se agachaba como podía a recogerlos y yo tomaba notas de todo, de todas sus palabras, movimientos, de la forma en que los labios apuntaban hacia algún lado cuando necesitaba la ayuda de su hermana. Hijas de la misma mujer pero de diferente hombre, se sostenían del suelo como testimonio de las infidelidades pequeñas, con sonrisa, de los pueblos en los que las mujeres solo recibían el esperma y luego soltaban al hombre para que se fueran, libres, a depositarlo en algún otro lugar. Ellas, mamás también, hacía ratos que habían soltado a los suyos: nosotros, sus hijos, éramos los únicos hombres en la casa. Yo, el más pequeño, me dedicaba a apuntar todo, a deletrear las palabras en un montón de libretas amarillas. Les pedía que me contaran historias. Les sacaba medias verdades y mentiras completas sobre cuando eran niñas, sobre cuando el aguacate daba, cuando el mango no. Las dos se aburrían y buscaban algo que hacer: barrer los pisos, reorganizar y desempolvar las jugueteras, hablar por teléfono para confirmar los novenarios o las posadas. Yo me quedaba viendo la ropa, secándose, goteando las gotas de agua y el sol que las ponía tostadas, como para hacer del trabajo de doblarlas aún más difícil. La hermana de mi mamá pasó frente a mí y me tocó el pelo con la mano derecha. Este niño, tanto que escribe en esas sus libretas, a saber qué tonteras, le dijo a mi mamá. Las dos se fueron hacia adentro y me dejaron escribiendo. La ropa se estaba secando.

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