Hay un espacio entre mi cocina y el cuarto de lavar que apesta a basura. La nariz me lo dice y en el suelo están las manchas del líquido que gotea de las bolsas negras con las cáscaras de plátano, las cajas de pasas, los botes vacíos de leche de soya y jugo de naranja. Hay una cierta melodía exquisita en la forma en que gotea este líquido virtuoso, como si fluyera de forma reptil, escondiéndose hasta aparecer con un olor potente, que cubre todo el espacio que le rodea. Esta es la vergüenza de la puerta cerrada, de la canción escuchada con audífonos. Este espacio suele estar separado, pero hoy lo he dejado abierto. Quiero el olor, quiero que me recuerde a un botadero o a un vertedero. Cuánto resto de cuánta vida aquí. Cuánta colección de sufrimiento bacteria. Cuánta exageración.
Hay un espacio entre mi cocina y el cuarto de lavar que apesta a basura. Lo llamo mi espacio del descuido. Mi momento del asco. El intestino grueso de mi apartamento. El espacio que me recuerda que todo se convierte en basura o desperdicio. Qué desperdicio. Qué olor más delicioso el de la pereza panza abajo. Me duermo y me despierto cuando las gotas alcanzan mis pies. Con esfuerzo alcanzo mi dedo gordo y lo chupo entero. Me sabe a infección. Me sabe a uña. Me sabe a lo que debe saber el purgatorio. Y me sonríe. Me sonríe la uña sucia y el espacio maloliente. En mi lengua descansan los restos de aquello que fue vida. Mi lengua se cubre. Se enreda y se traga.
No exagero cuando digo que esta es la vida de un insecto.
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