-Gracias.
Me das una copa de vino y comienza a sonar una canción que me resulta familiar.
-Eso es Rufus Wainwright.
Sí, me decís, y te sentás a la par mía. Te acabo de conocer en la calle y me invitaste a subir. Es de noche cerca de la Alameda de Hércules y acabo de estar en la casa de otro hombre, y cuando te vi caminar lo pensé mucho pero al final me resultaste demasiado como para decirte que no.
-¿Y qué haces aquí?
Te comienzo a contar toda la historia que ya he repetido tantas veces y que en realidad, no sirve de nada. Tomo más vino y me tranquilizo, espero que mi erección reaccione y comenzamos a besarnos, supongo.
Digo supongo porque no me acuerdo muy bien de lo que pasó después. Sinceramente, no me acuerdo ni de cómo sos ni de cómo te llamás. No se si seguís viviendo en ese apartamento tan bonito unas calles adelante de la Alameda, en las que el verano de Andalucía me abrazó con tanto sexo y alcohol.
-Me tengo que ir, te dije (supongo) al terminar.
-Bueno, ha sido un gusto, me dijiste (supongo) cuando me abriste la puerta.
Caminé hacia mi hostal y recorrí las calles de la ciudad en silencio, con calor, en pantalones cortos. Como te dije, no recuerdo ni tu cara, ni tu cuerpo, ni qué hicimos, ni cuánto duró, ni el tamaño de tu pene o la consistencia de tus nalgas.
Pero sí me acuerdo del piso de madera de tu apartamento, de tus carteles de París en las paredes y de que sonaba Poses de Rufus Wainwright. Y claro, esas son las cosas que vale la pena recordar.
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