Ves, la señora de la limpieza está trapeando el suelo y vos y yo discutimos lo viejo de la zanahoria. Nada más feo que esta zanahoria, me decís: ni la cara de mi mamá al levantarse, ni tu aliento al despertarte, ni San Salvador de madrugada. Desde aquí desde esta ventana de hamburguesas y papas vemos un barranco. Hacia ahí abajo quisiera que rodáramos los dos juntos y llenarnos de lodo. Nada más apropiado que eso en esta ciudad. Vos seguís recibiendo llamadas y yo sigo gastándome el dinero en Los Rinconcitos. El pollo no está nada mejor. Es como si lo mataron y lo dejaron al aire libre por años. Ahora, está en nuestra mesa. Este pollo sabe peor que las sopas de fideos del mediodía. De todos los mediodías. Y la gente, la gente se ha ido. ¿Ves? Desde aquí puedo escuchar el sonido de los aviones en los que la gente se va.
Apagan el rótulo de la calle y vos y yo seguimos tratando de masticar nuestras comidas. En los plásticos en los que hemos echado la salsa de tomate sumergimos las últimas papas fritas. Nuestras rollizas panzas se salen de los pantalones y mojamos los estómagos con azúcar y gaseosa.
-Ves, ahí va pasando el carro del presidente.
Un montón de luces y patrullas escoltan una gran camioneta negra. Nos dan ganas de salir corriendo. Se nos ocurren muchas cosas: piedras, huevos, gritos. Eructás con pereza sin cubrirte la boca y le das un sorbo a la gaseosa.
-Ya vamos a cerrar, disculpe.
Le sonreímos a la señora, que tiene cara de huevo, o de piedra o de grito. Salimos, y como siempre a tu carro le cuesta encender.
-Le hubiéramos tirado piedras, me decís.
El motor todavía no responde.
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