Ni te acerqués, no puedo con tu voz. Hace ratos me contaste de tu ciudad y sus cascadas de casas cafés que caían en montañas aceleradas por el viento. Me las imaginé hediondas, entre calles de tierra y piedras porque vos me dijiste: ahí la mayoría de gente es pobre y pobremente sobrevive al frío y a la nieve. No había agua potable, en mi mente y en las mañanas se bañaban con el orín de las ovejas y cuando había sed podrían licuarse las heces de los vecinos.
No es para tanto, me dijiste, es algo así como tu ciudad. La gente o se muere en camionetas o en los buses o a pie por el Paseo; o se comen una hamburguesa o dos tortillas con limón y sal.
Sos el primer y último salvadoreño al que beso, al resto lo dejo con sus labios resecos y su hambre de coco, con el alcohol puro en la sangre y en la mesa solo los frijoles o las entregas del Gourmet Express o las botellas de cerveza, todavía con cenizas, con el olor a eructo del último pulmón antes de quedar dormidos, con la panza al descubierto, insistiendo en respirar aunque el cuerpo se está rindiendo, solo le quedan un par de años, solo un par de años más.
Tu ciudad, mientras tanto, sigue viva. Cayendo y cayendo, acumulando más casas, tragando más polvo. Así le gusta vivir y así vive bien.
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