El lago está tranquilo, oscuro, hace unas horas el sol rebotaba de él como fuegos artificiales.
Imagino que así empiezan un montón de historias de terror, puntuadas por los ladridos de un par de perros y los pasos cacófonos de los burros siendo guiados de nuevo a los establos por sus dueños.
La gente de esta isla está quemada por el sol. Se mueven con desteridad, descalzos y ambiciosos por las piedras de los caminos.
Jamás se deslizan pero yo sí.
El fuego del caldo de quinua los mantiene calientes. Sus cuerpos están endurecidos por el frío, su piel tiene la textura del cuero, el sabor de la trucha.
Están tan cerca del cielo que poco les importa si algún día lo conocen.
Bañados de misticismo, pero cansados de los extranjeros que vienen a querer capturar en unos días lo que a ellos les costó años. No se trata de contratar un tour y conocer de frente a la Pachamama.
Están cansados, casados, asoleados siempre en su idioma. De sus bocas salen discursos memorizados, falsas memorias y leyendas mercadeables para los turistas que se empapan de bloqueador solar e insultan su idioma con intentos vergonzosos.
Dan ganas de salir corriendo. De abandonar la isla para siempre y dejársela a ellos. Que construyan su parque temático, con pizzerías, botes programados y rótulos en inglés.
Su idioma y su herencia no merecen esto. El lago se contaminó. El lago se convirtió en deshonra y artificialidad.
Lo sagrado ahora es comercial.
Por eso hoy la noche está oscura y silenciosa.
A estas tierras, a esta profundidad, ya no le queda nada que decir. La Pachamama salió del agua. Caminó sobre ella y llegó al mar.
El lago está vacío.
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