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miércoles, 13 de abril de 2011
Marlboro Light
Fuego, humo. El ridículo vicio. Pensar en la boca llena de alquitrán, en la salud derrochada en centavos de gasolinera. Alcancías. Las monedas que entran y suenan al chocar con las demás. Vacío: el cuaderno. A veces se te nota tanto la pesadez del sueño que tus ojeras se vuelven negras y tus ojos vacíos blancos. Comunicación, imperativa. De las cortinas que te tapan la vista surgen ideas y te imaginás otros paisajes. Qué bonito todo, ahí afuera, ahí afuera adonde todo lo que existen son edificios. Edificios grandes, altos, con puertas pequeñas que no dejan entrar el aire. La ropa colgando de sus balcones y las viejitas viendo hacia afuera, curiosas, a los homosexuales y criollos que caminan por las calles. San Francisco, o la niebla. De ahí en adelante todo se permite, todo se reduce a una visión canalizada en prejuicios. Leés algo en un parque y las letras se te apuñan las unas con las otras, como si sos un niño que apenas escribe mi mamá me ama o mi mamá me mima. Todo te parece demasiado complicado, las palabras te sobran, quisieras decirlo todo solo con la fuerza de tus manos o las cejas de tus ojos. Pobladas, ellas. Como un bosque o el cabello de un hombre sin testosterona. Ágil, caballo, malvado. Se redactan carreras y se establece metas leves, ligeras, para alguien inexperto. Seguís escribiendo y los edificios van cayendo, uno a uno, y se convierten en los paseos pequeños pero agrestes del Gran San Salvador. Te queda la gente esperando al bus, el olor a manteca Nieves y al sudor de los enfermos del Hospital Diagnóstico. Te vas en los agujeros de la calle y pasás por el guardia que te observa mientras con sus manos acaricia su pistola: grande, larga, fálica, cargada de balas pequeñas, aún sin disparar. Le sonreís y le decís buenas tardes. Qué amabilidad. Qué amabilidad la de la violencia contenida. Algo así como el humo de un cigarro en la boca.
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