miércoles, 13 de abril de 2011

Cuadro de fotografía tomada en Roma

Me parece que todavía tenemos un montón de cosas que hablar. Pero no las hablamos. Preferimos discutir platos y cocinas y la mejor forma de preparar la carne de soya. Me pregunto cuántas preguntas tenés. Te veo a la cara y entiendo que son un montón, un montón que se te pierden en la boca y te las tragás enteras, como te tragás la sopa de tortilla o los trozos de pollo. Ahí se van, ahogados y triturados, tus pensamientos; ahí se van y te caen en el estómago, pesados, como reflujo o gastritis y una úlcera del duodeno. Se te sangra el interior entero, como si llorara tu sistema digestivo, y luego cagás todo eso, cagás todas las preguntas que tenías y echás el agua y te limpiás con el papel y tus ideas y nuestras conversaciones solo son restos, restos de materia fecal. Color café, color negro o color musgo. En el musgo de los pueblos que visitamos encontramos otras formas de desviar la conversación. Y se vuelve nuestra vida un ejercicio de silencios, una represión constante de las verdaderas palabras que queremos decir. Qué bonita esa planta y qué rico este café. De la frustración de tu lengua y la mía surgen dolores internos, dolores de piernas y juanetes torcidos. Bonito sería que habláramos, algún día. Pero solo escupimos palabras. Las escupimos y nos mojan la cara, la que rápidamente limpiamos con una servilleta doblada, pulcra. La veo y en ella trato de descifrar tus preguntas. Pero no puedo, no hablo este idioma.

No existe idioma para las cosas que nunca se dicen.

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