No me veás a la cara, Lucía, que tengo cheles en los ojos y pasta blanca en los labios. No me veás a la cara, Lucía, que se me acercan las moscas y se me paran en las cejas y me las tengo que apartar antes de que tus ojos, Lucía, se den cuenta. No me veás a los ojos porque los tengo de diferente color, uno que se aparta para verte las orejas y el otro que se despega, vuela, para ver tu espalda. Me molesta tu mirada, Lucía, porque solo es eso: mirada. Se que no me pensás, solo me ves; se que se limitan tus ojos a examinarme o a probarme, como científico loco en bata blanca llena de sangre, dándome vuelta como se le da vuelta a una chaqueta reversible, dejando expuesta mi carne y mi bazo, las venas que gotean sangre y que por favor, te pido, no veás con tus ojos, Lucía.
Aquél día en la calle te encontré caminando sola, Lucía y te pedí que por favor no me vieras a los ojos. Noté las estrías debajo de tus chiches y quise besarlas, como imperfección tan tuya, de tu vieja gordura y tu actual hambruna. Lucía, no me veás a los ojos, que me da miedo ponerme a llorar, subirme al carro y manejar hasta la carretera, bajarme y dejarlo abandonado, caminando lejos solo pensando en tus ojos Lucía, en la forma en que me vieron, en la calle, en la casa o en la cama, antes de que el asfalto se tragó tu piel y el sol quemó tu pelo, lo tostó entero, como se tuestan las mujeres en las playas, tan desnudas como tus ojos, Lucía, tanto aburrimiento y tanto olvido.
No me mirés a la cara, Lucía, que no soporto la idea de tus ojos despiertos.
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