Enseñame a apagar los cigarros con las puntas de los dedos, enseñame a que me deje de quemar el fuego. Es tan fácil como un efecto especial en las manos, como un aceite o una salva que me untés en el cuerpo, para siempre a prueba de balas, a prueba de los dientes de otras bocas. No me mordás más, que me acostumbro, quiero ser un árbol o terraza con vista al jardín, con ansiedad por llegar y subirme al carro de la mamá de tu amigo, o de la paz o de las ciudades con nombre de hombre. Enseñame a preparar una ensalada con el aire y sentémonos a pretender que somos niñas jugando a la mesa, al té, digamos cositas en voz alta como señoras que almuerzan tarde, que se duermen temprano, que se levantan de madrugada con el olor al canto de los pájaros y que caminan, delgadas, rebajadas, con el volcán detrás. Quiero ser parte de una historia pequeña, de un párrafo, quiero ser la nota al pie de página y atravesar el río con los pantalones levantados y decir suave el nombre como violín, como violonchelo, como los celos que aparecen de repente y son humo, aparentes, privilegiados, dispuestos a desaparecer inhalados, cubriendo los pulmones de negro, como plumones para tachar, como pizarra para que alguien aprenda a escribir y me sustituya, me levante la voz o la mano y me diga:
-Profesor, usted está muy callado, se nota que está enamorado.
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