Estaban sentados. No había cielo: solo unos carros en un tráfico de
mediodía y la señora vendiendo pupusas al lado del camino. Tropezaron unos
niños camino al colegio y se llenaron las manos de lodo; la tormenta ya había
pasado. Sacaron hojas en blanco y comenzaron a escribir, poemas malos,
historias sin punto, porque para ellos escribir no era más que un reflejo, una
cosa que se hacía porque no había nada más que hacer.
Vamos,
juntos,
atados,
amarrados,
párrafos vivos,
inventados
en un redondel
a las 4 de la tarde
"Ya te dije que solo porque escribís las cosas de línea en línea
no es un poema"
"Ya te dije que no me importa".
Estaban parados. Esperando un bus, esperando que no los asaltaran; si
se robaban las mochilas se robarían las libretas con los apuntes y con los
planes de vida y la ruta peatonal que harían en Lisboa.
Llegaremos hasta la calle de la Plata y luego a la Plaza de Comercio y
en el puerto de las Columnas veríamos el Tajo tambalearse como se tambalean los
charcos de San Salvador y yo te voy a decir: "Mirá qué bonitos los ríos
aquí, llenos de agua, de barcos de gente dormida; mirá qué bonitos como campos,
como cañales celestes cubiertos de nubes roncando; mirá como flotan las aves,
los campos, los euros, las batallas, las luces, los focos, los tibios, los
botes, los puertos, las paradas, las palabras, los papeles con poemas que
escribió un escritor sin trabajo ni libros publicados en la orilla del mar
frente al Atlántico o en Porto o en una playa de Galicia: fría, invierno, con
olor a menta o sabor a bacalao".
El bus decía 101 y traía las luces apagadas.
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