Me muestro otra vez, a la calle. Le digo: aquí voy. Y corro. Corro hacia el mismo lugar y cruzo las mismas calles. Me tropiezo dos veces, me caigo, me da vergüenza, el vigilante se ríe. Paso por el lugar de tacos -esa gente, gorda, cómo quisiera- y sigo, camino, los del Fovial no me dejan pasar y tienen una Fresca a medio acabar en las gradas y tiembla, veo que tiembla. No es posible que esa mujer vaya más rápido que yo y no puedo creer lo que me está contando, lo que estuvo pasando. Y yo tan convencido de que el muchacho no era así. Y la dejo, la dejo atrás, la vuelvo a ver: Es rubia. Rubio era el tipo que se sentó solo en el Pollo Campero, y que yo dije en voz alta que era guapo y creo que me escuchó, pero es que en realidad era guapo y era rubio, pero hablaba español como salvadoreño, o sea que era rubio nacido aquí. Paso por los pájaros y bajo y subo curvas y llego hasta el polvo que me desliza los zapatos y pienso:
hoy sí necesito nuevos zapatos
y me acuerdo de los que vi en la valla cuando regresaba de dejarlo y de pensar qué mierda más grande y me dio hambre y Desayuno Deluxe en el McDonald's y acelero y mi carro se mete en un hoyo y salto y me siento en película, en melodrama, en accidente.
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