domingo, 1 de enero de 2012

Frankenstein y la memoria

Usás camisa de cerveza tailandesa, que compraste en un mercadito de algún Silom Soi. Buceaste en Roatán o en alguna isla del Caribe y te bañaste desnudo en el mediterráneo, saltando de las calles de la Barceloneta directo al agua fría, congelada del invierno. Me invitaste a una cerveza en un bar de las playas de El Salvador y nos besamos en el cuarto, a oscuras, con tu camisa tirada en el suelo, la mía todavía en mis espaldas. Me contaste de Chicago y Canadá, del volcán Fuji y la Ciudad Prohibida. Estuviste a punto de escalar el Everest pero se te acabó el dinero. Fuiste de isla en isla griega como si fueras cliché con el soundtrack de Mamma Mia! sonando en tus oídos. Te cansaste de los trenes de Europa y decidiste subirte a los buses de Guatemala, Costa Rica y Panamá. Me abrazaste con ojos de colores y yo te besé con aliento a cerveza y cigarro. Esto es estacionario. Esto es un paso. Te fuiste a Comalapa y desapareció el olor de tu piel escandinava, alemana, española.

Te mezclé de todos los hombres que he besado y armé tu pene de todos los penes que he visto. Poblé tu barba con los colores de los cabellos y vellos que han pasado por mi cara y por mi cuerpo y con los miles de músculos armé tu cuerpo y una panza cervecera sobre la que me gustaba dormir y escuchar tu gastritis y seguir tu reflujo hasta los eructos suaves que me olían a noche y sal. Quise escribir más sobre vos pero detuviste mis manos con las tuyas, con los dedos reclamados de los dedos que conocieron mis texturas y las texturas de San Francisco, el Distrito Federal y Buenos Aires.

Te borraste de repente, con brazos grandes y pelo negro, y en tu lugar quedó un espacio vacío, un plato desnudo, un año nuevo que se volvió igual que los otros, con fuegos brillantes, cascadas de cerveza y la ausencia de arrugas en la cama, en mi sofá, en mi espalda.

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