Me viene por momentos, esas imágenes, el impulso de mi cuerpo saltando por la ventana y cayendo en la grama; me imagino el dolor, el vacío, y me arrepiento así, en el sofá, con un escalofrío.
Se comería las cáscaras de mandarina, por el hambre, aunque no le gusta el olor.
Se quedaría adonde mi mamá, por años, hasta que se muriera jadeando, nariz chata, obesa, viejita, con la espalda mala, con las piernas ardiendo en dolor o artritis o agua helada.
La mano de mi mamá, pasando por su cabeza, hablándole en tono suave, la respiración de las dos unísonas, y yo: en la cama, a la par, viéndolas convertido en espectro.
Me encargaría de que el aire se pusiera un poco frío
y con su última tos, el fantasma se pararía en cuatro patas y correría hacia mí, animada,
orinando una corriente caliente de pipí de vapor, que no deja olor.
La entierran y mi mamá llora, sin estar completamene segura si es por ella o por mí, por los dos, que jugamos con palos y vidrios y cojines y latas y hartamos y nos dormimos panza abajo ahí, adonde ya no nos duele, adonde ya no pasan imágenes del final por la mente, en el sofá, con la música,
con los ronquidos.
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