Alanis me cantó sobre Letonia. Nos reunimos en el jardín de la casa de mi mamá, debajo del plátano y con los violines del CENAR al fondo. Ella se inventaba letras, yo compraba boletos aéreos. Letonia, me dijo, Letonia es hermoso: un país con árboles de veinte metros y jovencitas de cinco, que se inclinan hacia vos y te dan besos en la frente. Son gigantes y algunas son pequeñas, que tienen que poner escaleras para saludarte en la mejilla y darte un beso y prostituirse por tus monedas de euro. Me abrazó Alanis y se fue a la cocina a prepararse un café, los dos cantamos un par de sus canciones y pusimos un concierto en la computadora, pasamos viendo vídeos de gatos, de perros, de gente caminando en las calles de Riga.
Estuve ahí con Joni, me dijo, las dos juntas con flores en nuestros pelos. Cantamos en las esquinas por unas monedas y luego bebimos vino blanco, con frío, con orejeras, masticando una salchicha y evitando a los de la mafia, a los del bar de la esquina. Te encantaría Joni, me dijo, te encantaría su voz suave, que es más suave rebotando en las piedras del centro de Letonia, frente al río, a unos pasos, a unos cuantos pasos del Báltico.
Mi mamá gritó que si queríamos comer algo, le dije: Alanis, querés comer y me dijo que sí; comimos frutos de la estación y frijoles hervidos en cucharonas gigantes con queso de San Vicente y Alanis con su lapicero negro escribió un poema en mi cara y mi mamá se carcajeó con dientes ajenos y la hamaca se movió con el viento, con un propósito, con un aviso.
"Nos dice que Letonia te está esperando, un día hermoso en Letonia".
Me volteé a mi mamá y le dije: Alanis siempre tuvo la razón cuando hace frío.
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