Cumplís años con el pecho hundido, con los dientes amarillos y tu mamá roncando en el cuarto de a la par. 
Muchas veces dije que no sería de esas locas que se muere cambiando el pañal de sus papás y limpiando el accidente fecal de su mamá en el suelo de la cocina. 
Mamá ya le dije que no cocine que por algo usted me enseñó a hervir agua hace tantos años. 
Todavía me acuerdo que las burbujas significan que ya rompió el hervor. 
De vez en cuando todavía tengo sexo. Encuentro a alguien que se atraiga por panzones y pelones y entonces voy a la farmacia y con una gran sonrisa le pido a la dientuda de la caja una caja de condones y un par de genéricos. 
Usualmente son jovencitos, que me piden dólares para el bus y que creo al final ocupan para entrar el sábado a la disca. 
Hace tanto que no voy ahí. 
Solía ir todos los fines de semana, como se va a misa. Pero después despertaba peor de lo que dormía. Con la camisa arrugada, con el aliento asqueroso, con el silencio en la almohada. 
Ahora me siento feliz cuidando a los dos viejitos pero claro, quién va a cuidar de mí cuando yo me cague por accidente o cuando se me gangrene el pie. 
Tenés suerte de estar vivo, te digo, tenés mucha suerte. Podés pagarte una viejita que te lave la ropa, te cocine la comida y te abrace enamorada cuando te estés muriendo, cuando estés tosiendo la flema del cigarro que fumabas nocturno, en el Manhunt, con el semen en tus manos.
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