Tuve este sueño
en el que bajábamos a la playa escuchando “Alaska” de Maggie Rogers. El paisaje
me es familiar porque lo he viajado decenas de veces: los cables colgando de
los postes, los árboles como sabanas y los autobuses llenos de gente sin hambre
pero con dolor en el estómago. Me da miedo pero me relaja ir sin manejar: mi
hermana al volante, mi mamá en el asiento del copiloto. La ventana está limpia
y puedo ver todo claramente. Sigo el ritmo de la canción, electrónico y
natural, murmuro las letras, bajo la ventana y el aire caliente, el eructo con
cerveza, el señor con el caballo y el supermercado grande, con McDonald’s,
Pollo Campero, una cervecería nueva, el sabor de los sorbetes, el camino hacia
los colegios de los niños católicos. Las montañas se abren y de repente la veo:
el agua, azul y pegada al cielo. La canción termina, el tráfico se detiene,
despierto y tengo la canción atrapada en la lengua.
Afuera llueve y
Praga me saca la lengua, burlona.